Por Ernesto Ráez Luna*
La lógica del calentamiento global o cambio climático es la siguiente: en nuestra atmósfera (la delgada capa gaseosa que rodea y cobija a nuestro planeta) existe un conjunto pequeño de gases con la capacidad de atrapar la energía solar y devolverla en forma de calor. Esos gases son el vapor de agua, el anhídrido carbónico (CO2), el metano (CH4) y el óxido nitroso (N2O), principalmente. Gracias a estos gases, el aire de la Tierra es tibio como en un invernadero y la vida puede prosperar.
Pero ahora enfrentamos demasiado de una cosa buena: A partir de la aparición de los seres humanos; pero sobre todo a partir de la Revolución Industrial, hemos estado contaminando la atmósfera con crecientes cantidades de gases de efecto invernadero, mediante la quema de combustibles fósiles (carbón e hidrocarburos), la desecación de humedales, la deforestación, los incendios provocados, la inundación de valles para producir energía eléctrica o irrigar monocultivos, y la crianza masiva de ganado vacuno, que cuando rumian eructan metano. Todos esos gases están atrapando energía solar en exceso y esa energía demás está desequilibrando el clima global. Los hielos polares y los glaciares se derriten, el mar se eleva y se acidifica con CO2 disuelto (el mar ácido corroe las conchas y los corales); los huracanes, las sequías, las inundaciones y otros eventos climáticos extremos se hacen más frecuentes y más intensos.
En respuesta a todo esto, la Humanidad —como ente colectivo— ha hecho hasta el momento dos cosas. Primero, de manera irresponsable, hemos seguido bombeando más y más gases de efecto invernadero en la atmósfera. Entre 1997 y 2004, las emisiones aumentaron un 70%. De hecho, la mayoría de las personas en el Mundo están convencidas de que la única manera de progresar y “desarrollarse” es bombeando más gases del calentamiento global; porque todos necesitamos carros y aire acondicionado y carne y arroz en abundancia, y menos espacios silvestres y más urbes de cemento para vivir bien. Segundo, hace un cuarto de siglo, 195 países firmamos una Convención Marco para el Cambio Climático; para ponernos de acuerdo en el sendero que nos llevará a reducir nuestras emisiones excesivas de gases de efecto invernadero. En 1997, ciento noventa y dos países firmamos, además, el Protocolo de Kyoto. En este, los países industrializados, que son los principales emisores, asumieron objetivos concretos de reducción de emisiones. Pero algunos de los principales emisores se quedaron por fuera del esfuerzo: Estados Unidos no ratificó, Canadá se retiró y países emergentes como China y Brasil no asumieron compromisos. El primer período de cumplimiento corrió de 2008 a 2012 (once años después de las firmas y congratulaciones). El segundo período está corriendo, hasta 2020; pero el Protocolo, en la práctica, ha sido olvidado. Lejos de reducirse, las emisiones siguen aumentando, cada vez más rápidamente. Todo el mundo quiere un SUV, para llevar los niños al colegio.
También el cambio climático sigue progresando. De hecho, ya no hay manera de evitarlo. Entonces, solo queda tratar de limitarlo. A fines de noviembre pasado, en París, los países miembros de la Convención se reunieron en la Conferencia de las Partes número 21 (la COP21) para tratar —una vez más— de ponerse de acuerdo sobre medidas concretas y vinculantes, para repeler el peor escenario de cambio climático. Según los científicos, ese escenario indeseable corresponde con un aumento de la temperatura promedio global mayor a dos grados centígrados, con respecto al pasado pre-industrial. Hasta ahora, ya llevamos un grado por encima de esa línea base, es decir que nuestro margen de calentamiento científicamente aceptable es de menos de un grado. Es como si estuviéramos con una fiebre de 39 grados que se sigue elevando, sabiendo que si pasamos de los 40 grados se nos freirá el cerebro.
Fuente: euroactive
Al final de la COP21, con angustias y pasado el plazo oficial, se firmó un nuevo documento: el Acuerdo de París. Los políticos inmediatamente declararon un evento histórico, un gran logro, y se aplaudieron entre ellos. Los científicos, los analistas independientes y los principales grupos de activistas ciudadanos concluyeron exactamente lo contrario. Un importante grupo de organizaciones ambientalistas y conservadoras ofrecieron lecturas ambivalentes; pero inclinadas hacia las (auto)felicitaciones. ¿Tenemos forma de decidir con qué punto de vista nos quedamos? La respuesta es sí.
Primero, revisemos la tarea encargada a los políticos que fueron a París: Obtener un acuerdo vinculante (es decir, con capacidad de ejercer sanciones contra los transgresores) con medidas concretas de reducción de emisiones, oportunas y suficientes para evitar que la atmósfera global sobrepase los dos grados de calentamiento. En la práctica, esto implica que el 80% de las reservas de hidrocarburos deben quedarse en el subsuelo y que debemos encaminar nuestra civilización global hacia el uso solidario de recursos, la protección de los bosques y humedales que nos quedan, y rechazar el consumo como medida de felicidad. Además, el acuerdo debía contener medidas A EJECUTARSE antes del 2020, que faciliten la reducción de emisiones y nos preparen para atender los efectos catastróficos del cambio global que ya no podremos impedir, con énfasis en las personas más vulnerables. Por ejemplo, los habitantes de los pequeños países insulares, que están desapareciendo bajo el agua. ¿Fue eso lo que salió de París? No importa con cuánto prejuicio favorable se lea el Acuerdo, la respuesta es no, en todas las instancias. Tanto es así, que el propio Acuerdo apunta sus falencias.
El Acuerdo, en lo rescatable, reconoce que vamos por mal camino y que corresponde a todas las naciones (no solo a los países industrializados) hacer algo al respecto. Propone, además, no exceder los dos grados de calentamiento y apuntar hacia un calentamiento máximo de 1.5 grados (solo medio grado por encima del estado actual). Finalmente, plantea que en algún momento no especificado, en la segunda mitad de este siglo, debemos alcanzar un balance entre las emisiones y la captura de carbono atmosférico. Es decir que, entre sumas y restas, la Humanidad debiera producir cero emisiones netas al final del siglo. Estos son, sin duda, propósitos heroicos.
Además, el Acuerdo de París reconoce que las promesas voluntarias de reducción de emisiones que hasta el momento han hecho los países están muy lejos de conseguir el propósito acordado. (En la eufemística jerga de la Convención, esas promesas se llaman iNDC: “intended Nationally Determined Contributions”). ¿Qué solución, entonces, plantea el Acuerdo? Insistir en las promesas voluntarias, especificando que estas serán revisadas cada cinco años y que nadie debe reducir la ambición de sus promesas. Es decir, exactamente más de lo mismo que ya dijimos y vimos que no está funcionando. No se contemplan emisiones máximas permisibles ni compensaciones para los afectados por el cambio climático; no existe ningún mecanismo obligatorio para garantizar el cumplimiento; ni se establece mecanismos para provocar el revolcón que requiere nuestra civilización. Por el contrario, se afirma como un hecho incontrovertible que para “desarrollarse” hay que emitir, y que los países “en vías de desarrollo” continuarán incrementando sus emisiones. (Ya sabemos dónde piensan hacer negocio Jeep y Toyota).
Por eso, unánimemente, los científicos han declarado que el Acuerdo es inconsistente. Por eso, miles de mujeres y hombres con espíritu crítico, que no han renunciado a pensar con sus propios cerebros, protestaron con largas telas rojas en las calles de París, arriesgándose a ser reprimidos.
A estas alturas, sabemos varias cosas. Primero, que la Convención no funciona como mecanismo para producir acción solidaria sobre cuestiones urgentes que requieren medidas valientes. Segundo, que los dueños de los políticos, las corporaciones que lucran con nuestro consumo excesivo, debieran estar en la mesa de negociaciones, abiertamente, para que todos podamos verlos y reconocerlos y decidir si estamos dispuestos a aceptar que nos sigan lavando el cerebro. Tercero, que a partir de la COP15, en Copenhagen, las COPs han sido una seguidilla de fracasos anunciados como éxitos; que la Secretaría de la Convención se ha convertido en una máquina de auto-bombo; y que la sub-cultura diplomática que “negocia” el cambio climático se ha deformado hasta convertirse en una hoguera de las vanidades. Se premian entre ellos, se aplauden entre ellos, se besan entre ellos. Algo que debiera ser profundamente desprendido (en inglés, “selfless”) se ha convertido en un enorme, desagradable, costoso “selfie”. París refleja no solo el fracaso de la diplomacia; refleja una degradación moral profunda.
Muy lejos de conducirnos a la desesperanza, esta situación debiera removernos de la inercia. Todos tenemos alguna manera de contribuir. Cuando votemos por autoridades políticas, hagámoslo por quien explícitamente asuma compromisos serios a favor del medio ambiente. Exijamos a nuestros alcaldes que promuevan una nueva cultura vial, a favor de peatones y ciclistas. Estimulemos a nuestras criaturas a caminar más, a aprender a protegerse de las mentiras edulcoradas, a rechazar el consumismo, a gozar de la naturaleza más que con una hamburguesa. El futuro no está escrito; es obra nuestra.
*Ernesto es ecólogo, conservacionista, ciudadano. Miembro, entre otras afiliaciones, de la Junta de Administración de Pronaturaleza y de la Asociación Internacional de Ecología y Salud.
TOMADO DE: http://www.sophimania.pe/medio-ambiente/contaminacion-y-salud-ambiental/que-es-realmente-el-cambio-climatico-y-por-que-la-cop21-es-un-engano/
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