Aniversario de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer.
Ilustración: Giovanni Tazza.
- Andrew Morrison
- Jefe de la División de Género y Diversidad del Banco Interamericano de Desarrollo (BID)
Los economistas somos adictos a los datos y los hay de todo tipo. Existen unos impresionantes, otros esperanzadores e incluso algunos escalofriantes, como estos: el 38,6% de las peruanas de 15 a 49 años declara haber sufrido alguna vez violencia física o sexual a manos de su pareja, y el 14% reporta haberla sufrido en el último año.
Hablamos, respectivamente, del segundo y tercer porcentaje más alto para América Latina y el Caribe en el 2008 (el último año para el cual hay datos comparables entre países). Y esta no es un área donde el Perú deba sentirse orgulloso.
Pero estamos en el 2015, dirán algunos. Es posible que los datos hayan mejorado, un economista debería ser más serio y citar cifras mucho más actualizadas. Muy bien: según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), en el 2013 el porcentaje de mujeres que sufrió violencia física o sexual en el país fue de 12,1%.
Esto nos dice que la violencia se está reduciendo, pero muy lentamente. Tanto que si la tasa de reducción se mantuviera constante, a este ritmo tardaría más de 18 años en llegar a una prevalencia de solo el 5%. Decía el célebre economista británicoJohn Maynard Keynes: “A largo plazo, todos estaremos muertos”. En este caso, esta frase es doblemente apropiada. Esperar 18 años para llegar al 5% no es una buena política pública y, además, significa que un número significativo de mujeres habrá dejado su vida en el camino.
Es necesario acelerar el proceso. Por ello, Lima acoge este mes una reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) cuyo objetivo es dar seguimiento a la Convención de Belém do Pará que compromete a los 32 países signatarios del hemisferio a trabajar por la erradicación de la violencia contra la mujer.
¿Qué podemos hacer para mejorar esta situación?
Primero, ofrecer servicios de calidad a las mujeres afectadas por la violencia. Estos van desde servicios policiales o apoyo médico y psicológico, hasta opciones para aumentar su empleabilidad e ingresos. La forma tradicional de hacerlo es a través de redes de proveedores de servicios, lo que obliga a las afectadas a tocar muchas puertas y gastar mucho tiempo. Además, los servicios suelen ser de mediana o baja calidad y estar descoordinados. Una mejor opción son los modelos de asistencia integral, que ofrecen muchos servicios en un solo lugar. Y ya existen distintos ejemplos de estas ventanillas únicas en la región: Ciudad Mujer en El Salvador, Ciudad para las Mujeres en México o Casa da Mulher en Brasil.
Segundo, hay que invertir en prevención. Uno de los enfoques más prometedores que estamos viendo es trabajar con los jóvenes para enseñarles a convivir sin violencia, como se ha hecho con mujeres adolescentes en Guatemala, y con hombres y mujeres adolescentes en Brasil. También son importantes las intervenciones a escala comunitaria que buscan cambiar normas que favorecen la violencia y que han surtido efecto en comunidades como Manchay en Lima Metropolitana.
Tercero, debemos trabajar en el empoderamiento económico de las mujeres y apoyarlas a lograr una autonomía que les permita romper con la violencia. Sin embargo, hemos descubierto que debemos ser cuidadosos en este punto, pues en el corto plazo estos programas pueden ser un detonante que desate la violencia por parte de las parejas. De ahí que el programa de microcrédito a mujeres Sumaq Warmi (mujeres valientes) que Finca Perú y la ONG Flora Tristán están desarrollando en Ayacucho y Huancavelica con el apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) incluya un componente de prevención de la violencia.
Veinte años después de Belém do Pará, el balance es agridulce. Hoy la erradicación de la violencia contra las mujeres está en la agenda política y existen numerosas iniciativas que están dando buenos resultados. Sin embargo, los datos –y aquí vuelve a tomar la palabra el economista– nos dicen que aún queda mucho por hacer. Con creatividad, voluntad política e inversión inteligente de recursos en atención y prevención, el Perú está en condiciones de contribuir de forma decisiva a este cambio.
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