Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.
Habría sido una proeza tecnológica, de no ser además una práctica delincuencial. El programa instalado en las computadoras de unos 11 millones de vehículos a diésel de Volkswagen era capaz de establecer si este estaba siendo sometido a una verificación técnica, o si en cambio rodaba libre por una autopista. En el primer caso, el programa activaba el sistema de control de emisiones para adecuarlas al estándar regulatorio establecido por las autoridades. En el segundo, el vehículo podía emitir gases contaminantes en una proporción que superaba hasta en 40 veces el límite legal. La estafa fue descubierta de modo accidental por investigadores académicos. Ansiosos por comprobar las bondades ecológicas de los nuevos motores a diésel, intentaron replicar los hallazgos de laboratorio sin conseguirlo, y cuando reportaron sus resultados saltó la liebre.
La estafa involucra dos tipos de aquello que los economistas denominan “fallas de mercado”. La primera fue una “externalidad negativa”, lo cual implica que la compañía generó costos (por la contaminación) a terceros (la sociedad en general), por los que no asumió responsabilidad. La segunda falla de mercado es aquella conocida como “información asimétrica”, e implica que la compañía tenía información sobre el nivel de emisiones que ocultó a potenciales compradores, información que estos últimos difícilmente podían averiguar por sus propios medios. Es decir, el tipo de fallas que podrían justificar la regulación pública. Todo iba como en los libros de texto: el Estado estableció los límites permitidos de contaminación, y estableció un mecanismo para verificar su cumplimiento. No contaba con que la compañía se tomaría la molestia de diseñar un programa de software con el único propósito de tornar inútil ese mecanismo de verificación.
Podría pensarse que aunque la estafa fue descubierta por un experimento aleatorio, una vez admitido el hecho por la propia empresa al menos habrá de producirse un castigo ejemplar. Después de todo, desde la “contabilidad creativa” de Enron a inicios del presente siglo, las empresas que fueron descubiertas realizando maniobras dolosas han recibido algún castigo. Es discutible sin embargo que esos castigos puedan ser calificados como ejemplares, dado que en su mayoría no fueron producto de procesos judiciales, sino de acuerdos fuera de corte en los que la empresa recibía un descuento en el monto a pagar por su cooperación con las autoridades. El primer riesgo de daño moral involucrado era el hecho de que la multa no siempre equivalía a las utilidades adicionales obtenidas por la empresa a través de la práctica.
Podría alegarse que en esos casos los mercados suelen endilgar un costo adicional a la compañía infractora (por ejemplo, a través de una caída en la cotización de sus acciones). El punto crucial, sin embargo, es que tanto las multas impuestas por las autoridades como el castigo adicional impuesto por los mercados recaen sobre los accionistas de la compañía, pero no sobre los directivos que ordenaron o toleraron las prácticas dolosas. Claro, es probable que eso directivos pierdan el trabajo como consecuencia del escándalo, pero para ellos el efecto neto de la estafa podría ser sumamente lucrativo. Después de todo, el programa de computación que ocultaba los verdaderos niveles de emisión, permitió a Volkswagen obtener una fracción mayor del mercado estadounidense, y superar a Toyota como el mayor fabricante de autos en el mundo. Es de presumir que mientras perduró la estafa, esos directivos obtuvieron compensaciones por el desempeño alcanzado gracias a ella: perder el empleo al final del camino pareciera una sanción benigna y rentable.
No estando siempre esos directivos bajo un control eficaz de los accionistas, se genera una estructura de incentivos perversa: los directivos obtienen beneficios mientras la estafa perdure, y cuando esta es descubierta transfieren la mayor parte del costo a los accionistas (para no mencionar el costo que infligen a los clientes o, en el caso de las emisiones, a la sociedad en su conjunto). Es decir, estamos ante lo que los economistas denominan un problema agente-principal, que una sanción severa por parte de las autoridades podría ayudar a resolver. Para decirlo con mayor claridad, los directivos que perpetran este tipo de estafas deberían ser sometidos a procesos penales que puedan conducir a penas de cárcel.
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